Volveré luego a mi lugar, hasta que ellos reconozcan su pecado y vengan a buscarme. ¡En medio de su angustia, me buscarán!

Oseas 5,15

Con frecuencia decimos que “somos hijos del rigor”, que sólo aprendemos a través de la reprensión, de la severidad, o “cuando los zapatos nos aprietan”.

Parece que así era también el pueblo de Israel. Dios lo había tratado con amor, le había brindado toda su ayuda en las situaciones de sometimiento de los imperios extranjeros. Y, en lugar de gratitud y obediencia, la respuesta era la idolatría, la falta de solidaridad, las injusticias y la corrupción.

¡Cuántas veces también nosotros actuamos así! Vivimos nuestra vida a nuestra manera. Y cuando “el agua nos llega al cuello” nos acordamos de Dios. Mientras tanto, creemos que podemos arreglarnos solos. Jugamos a ser nuestros propios dioses, hasta que tocamos fondo. Y allí nos damos cuenta de nuestra fragilidad y de nuestras limitaciones. Sólo entonces nos acordamos de Dios, pero no siempre reconociendo nuestro pecado y nuestro orgullo con un corazón arrepentido, sino más bien cuestionando: “¿Por qué, Dios, nos haces esto?”

Dios, en su inmenso amor, jamás se aleja de nosotros. Somos nosotros quienes nos apartamos de él y de sus mandamientos. Él siempre nos busca como un pastor busca a su oveja descarriada. Es preciso que nos volvamos a Dios, no sólo cuando estamos sumidos en la angustia, sino siempre, en todo momento.

Todo lo poco que soy, yo te lo ofrezco. Todo el vacío que soy, yo te lo ofrezco. Todo el tiempo que perdí, inútilmente, buscando gloria sin ti, yo te lo ofrezco.

Todo el amor que manché con mi egoísmo, todo lo que pude ser y no he sido. Lo que pude salvar y se ha perdido, lo pongo en tus manos inmensas pidiendo perdón. (Canto y Fe Nº 113)

Bernardo Raúl Spretz

Oseas 5,1-17

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