La mujer le dijo: “Señor, dame de esa agua, para que no vuelva yo a tener sed ni tenga que venir aquí a sacar agua.”

Juan 4,15

¡Cuánta riqueza encontramos en este relato del evangelio de Juan, capítulo 4!
Es hora de mediodía. El sol intenso, el cansancio y la sed hacen detener a Jesús en aquel pozo de Jacob. Poco tiempo después, una mujer se aproxima, también en busca de agua. Ella era de Samaria y aunque hubiese querido pasar inadvertida, es igual “descubierta” por Jesús.
La mujer se sorprende de que un hombre judío le pida de beber. ¿No tendría miedo de contaminarse?
¿Quién sería aquel hombre de mirada compasiva que no la discrimina ni la juzga?
Pronto aquel pedido de Jesús se transforma en oferta.
Él le ofrece un agua diferente. Un agua pura, limpia, viva, que fluye. Un agua que intenta saciar la sed de otra vida, más plena, más digna, más abundante.
La mujer no entiende. Piensa que ya no será necesario ocultarse y caminar sola a la hora de la siesta.
Pero Jesús le está ofreciendo un agua con otras propiedades. Con la capacidad de satisfacer otra carencia más profunda y saciar otra sed más intensa.
Ahora parece que la mujer comprende. Se percata que que ese hombre que le habla al corazón es el Agua Viva. Prueba de ello es que abandona el cántaro (v. 28) y corre para anunciar a sus conciudadanos que descubrió a aquel que es el Salvador del mundo. Amén.
Quien del pozo bebiere volverá a tener sed, mas aquel que bebiere de la que le daré, para siempre, declaro, que más sed no tendrá: en su alma una fuente para vida eterna con poder saltará. (Canto y Fe Nº 298)

Stella Maris Frizs

Juan 4,1-26

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