Tan pronto como Saúl se despidió de Samuel para irse, Dios le cambió el corazón; y aquel mismo día se cumplieron todas las señales.

1 Samuel 10,9

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Samuel ungió a Saúl como rey (10,1). Hizo la ceremonia correspondiente, derramó el aceite sobre él y lo besó como estaba estipulado. Le dejó con claridad el mandato que le correspondía como gobernante del pueblo: lo gobernarás y lo librarás de los enemigos que lo rodean (10,1).

Pero no alcanza. El buen cumplimiento de su vocación y el justo ejercicio de la autoridad no es una cuestión de protocolos, sino de verdadera conversión. Y la conversión, el cambio de corazón, no es un acto de exclusiva voluntad humana, sino una obra de Dios que es necesario permitir que él haga.

Saúl, que había puesto dudas sobre la posibilidad de ser rey justamente porque pertenecía a los sectores más humildes del pueblo (9,21), acepta sin embargo lo dicho por Samuel porque encuentra en sus palabras el designio de Dios. Es Dios quien produce el milagro, Saúl debe dejar que él gobierne su vida.

Nuestra libertad no es ciega, hay un camino, que es la verdad y la vida, y es siempre nuestra opción la que decide por cuál ir. La conversión a Cristo es el acto por el cual decidimos que él es nuestra guía, nuestro corazón está en su vida y su enseñanza porque ella es nuestro tesoro. Cambiamos nuestra manera de pensar para que cambie nuestra manera de vivir, como pide Pablo a los romanos, cuando con toda libertad nos volvemos sus servidores.

Desde hace años cantamos en nuestras iglesias la zamba del padre Osvaldo Catena “Vuélvete a Dios”, y por algo cada vez que la repeti-mos el llamado vuelve a ser nuevo.

Oscar Geymonat

 

1 Samuel 9.15–10,16

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