Ustedes saben que en una carrera todos corren, pero solamente uno recibe el premio. Pues bien, Corran ustedes de tal modo que reciban el premio.

1 Corintios 9,24

El término premio se suele asociar con una rifa, la lotería, el quini. Muchos esperan ganar con poco esfuerzo o un mínimo de inversión un premio suculento. Las agencias que venden estas ilusiones tienen clientes asegurados. Eso por un lado.

Por el otro, el apóstol Pablo también habla del esfuerzo. Ahí entramos en otra categoría. A todo el mundo le toca hacer inversiones en tiempo, estudios, trabajo, ahorro, paciencia y verdaderos sacrificios a lo largo de la vida.

Pablo toma esas imágenes de la carrera, el esfuerzo y el premio para hablar de algo más. En las carreras, lo decisivo es superar a los demás. Para el apóstol, lo decisivo es el esfuerzo que hay que poner para lograr el éxito, como también la claridad sobre la meta. ¿Cuáles son nuestras metas? Además de prepararnos para el ejercicio de una profesión, conseguir trabajo, formar una familia, brindar educación a los hijos, cuidar la salud, llegar a muchos años, ¿qué más nos impulsa? Jesús nos propone como meta la vida con Él, la vida nueva, la vida eterna. La vida en comunidad, en amor, de servicio. Al lado de todos los esfuerzos y preocupaciones totalmente lícitos en la vida, ¿forma

parte de nuestro andar esta meta?

Pablo también habla del premio y lo llama corona que no se marchita, para diferenciarla de las coronas de olivo o laurel que recibían los ganadores en las competencias de su época. En comparación con estos premios simbólicos, el premio que otorga Dios es totalmente diferente. Es la aceptación por Dios, su perdón, la transformación que Él obra en nosotros, la vida nueva, la vida en una comunidad de fe. Es la resurrección y la vida eterna mismas. Es gracia.

Nuestro actual estado, por más logros, edad, méritos, experiencias o riquezas que hayamos juntado, no es algo definitivo. La carrera sigue y comienza de nuevo cada día. Aún no estamos en la recta final, pero corremos. ¿Hacia qué meta?

1 Corintios 9,24-27

René Krüger

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