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Por mucho tiempo los israelitas estarán sin rey ni jefe; sin sacrificio ni piedras sagradas, sin ropas sacerdotales ni ídolos familiares. Después de esto los israelitas se volverán y buscarán al Señor su Dios.

Oseas 3,4-5

Tal como lo había anunciado el profeta, en 724 a.C. el entonces rey de Israel, después de maniobras políticas poco inteligentes, es secuestrado por un comando asirio. Sin embargo, la capital del reino, la ciudad fortificada de Samaria, resiste varios años. Pero finalmente en 721 a.C. es tomada por el ejército asirio y su clase política y religiosa es deportada a lo que hoy es Irak.

Según el entendimiento de los profetas, las desventuras políticas y por tanto económicas y sociales que sufre el pueblo de Israel, son el merecido castigo por su infidelidad a Dios. Por otro lado, sufriendo penurias por las guerras y la opresión extranjera, el pueblo se acuerda de pronto de los beneficios recibidos otrora del Dios verdadero; reconoce  haber adorado a dioses falsos y clama a él en su desesperación.

En fin, cuando nos va mal, nos acordamos de Dios.

Mientras tanto los profetas han advertido también, que Dios no actúa mecánicamente conforme a la ley del talión (ojo por ojo, diente por diente; o dicho en otras palabras, el que las hace, las paga), sino que es un Dios viviente, sensible, que oportunamente “se arrepiente” de su severidad y tiene misericordia de los culpables; que es un Dios, cuyo amor abraza a toda la creación y que en especial ama a su pueblo. Esta apertura de Dios hace posible la reconciliación. En su venida al mundo en la persona de Jesucristo, nos ha demostrado que es él quien toma la iniciativa de reconciliación.

Federico Hugo Schäfer

Oseas 3,1-5

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