Tú, hombre, toma un adobe, ponlo delante de ti y dibuja sobre él la ciudad de Jerusalén. Luego rodéala de ejércitos y de instrumentos de asalto, construye un muro a su alrededor, y también una rampa, para que se vea como una ciudad sitiada.

Ezequiel 4,1-2

Ezequiel, la voz de Dios en medio de los deportados en Babilonia, cumple con la misión que el Señor le da: anunciar la destrucción de Jerusalén a causa de la culpa acumulada por el pueblo de Israel durante mucho tiempo.

La destrucción no es un mero capricho del Señor, es el resultado de la irresponsabilidad humana; es a causa de sus traiciones y de su indiferencia a las señales dadas por él. Tampoco es sólo por causa de los antepasados, son también ellos mismos responsables por el enojo de Dios. El pueblo estaba en Babilonia, en el exilio, en un lugar rodeado de esplendor y poderío.No sería extraño que prefiriera esta cultura a la propia. Era una larga historia de infidelidades e idolatría.

Es muy difícil, para nosotros, poder entender y explicar el enojo de Dios, un Dios amoroso que dio a su propio Hijo por amor a la humanidad. ¿Cómo se entiende que quiera destruir a Jerusalén? ¿Cómo es posible pensar que Dios quiere venganza?

Tengo certeza de que Dios no quiere venganza. Dios quiere que, como pueblo elegido, seamos capaces de arrepentirnos de nuestros errores y tengamos un cambio de actitud. Los tiempos son otros, pero Dios y el ser humano, como su creación, no han cambiado. Es nuestro momento de volvernos a Dios y actuar para que todos sepan que el Señor es Señor de Señores.

Cristo sigue muriendo, ¡vuélvete a Dios!, muchos están sufriendo, ¡de corazón!, hay una voz en todo, ¡vuélvete a Dios!, para el que quiera oírla, ¡de corazón! (Canto  y Fe Nº 273)

Lucía Doti

Ezequiel 4,1-8

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