Sacaron, pues, del foso a Daniel, pero ninguna lesión se halló en él, porque había confiado en su Dios.

Daniel 6,23

La función encomendada a Daniel no era fácil: debía supervisar que las finanzas del rey estuvieran en orden. Él cumplía muy bien con esta tarea –con capacidad y honestidad–, lo que hizo que tuviera algunos enemigos. Para sacarlo del medio, éstos le tendieron una trampa: quien se fíe –confíe– en alguien diferente al rey, iba al foso de los leones. Daniel respetaba al rey pero su confianza estaba en Dios, por eso fue llevado a los leones. Pero aquello por lo que fue condenado –confiar en su Dios– es lo que lo salvó y permitió que otros conocieran a este Dios –Dios viviente, que permanece para siempre, que salva y libra, que hace señales y maravillas (Daniel 6,26-27).

Daniel tenía su confianza en Dios. ¿Por qué fiarse de Dios? En Él encontraba paz, bienestar y alegría, más allá de que su situación no era la mejor –otro país, otras costumbres, otras confianzas–; en Él encontraba seguridad y protección –especialmente en los momentos de peligro como cuando estuvo con los leones–; este Dios se fió de Daniel, lo tuve en consideración y estima, dándole talentos, sabiduría, tareas, su compañía en el día a día. No es algo dado, se va construyendo y profundizando en cada momento; no es mágica, implica tareas desde las dos partes; es necesaria la fidelidad.

¿De qué nos fiamos, en quién confiamos nosotros? Algunos sólo confían en sus pingos y en sus lanzas; nosotros nuestra esperanza la ponemos sólo en Dios; veremos cuál de los dos pesa más en la balanza.” (Canto y Fe Nº 233)

Mónica Hillmann

Daniel 6,1-29

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