Para mí la vida es Cristo y la muerte es ganancia.

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Filipenses 1,21

Hay un grito que baja de la cruz: Consumado es, ¡todo se ha cumplido!, grito que brota hoy de un rostro dolido, surcado de heridas y de llanto, rostro partido y quebrado, malherido, como ese cuerpo allí en lo alto, cuerpo doblegado, torturado y maltratado; en esa cruz, ¡el martirio! Ese grito que allí se oye, ¿acaso no es mi propio grito demudado? grito de lecho de muerte, de enfermedad terminal, solitario grito; grito del inocente, grito del que todo tenía y todo ha perdido; grito del que se sabe lejos y se siente solo, vacío y despreciado. Grito que es llanto, bronca e impotencia, grito al pie del crucifijo; grito del cual surge la pregunta: ¿Por qué a mí?; grito desolado. Grito de ¡por favor, no más!, ¡no me dejes!, ¡no sueltes mi mano!, grito que irrumpe bien de adentro, de la piel, del vientre mismo. Grito del apóstol Pablo, por causa del evangelio de Jesús, encarcelado. Grito cargado de esperanza al levantar ahora su mirada hacia el Cristo. Cristo, también como él encarcelado; Cristo muerto, sí, ¡ahora vivo! Vivo y resucitado, ¡doblemente vivo! Misterio de la cruz a la gente dado. Grito de la cruz que es suma de todos esos otros gritos desvalidos; grito que aun en su dolorosa urgencia surge ya del labio esperanzado; grito de aquel que muere a la muerte misma, a la maldad y al pecado; grito que nace a la vida de aquel que muriendo en el Gólgota ha querido. Grito de la semilla que germina sepultada en el surco abierto de la tierra.

Grito del cuerpo que perece y muere para ser levantado en plenitud eterna.

 

David Juan Cirigliano

 

Filipenses 1,12-25

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