Quien quiera amar la vida y pasar días felices, cuide su lengua de hablar mal y sus labios de decir mentiras.

1 Pedro 3,10

Todos los días se emplean toneladas de papel, horas de radio y TV, ¡una avalancha de palabras! A veces es bien difícil descubrir cuál es la verdad. Ni que hablar de las promesas y recetas mágicas de los políticos en campaña.

Unos 40 años atrás mi papá cerraba un contrato con un apretón de manos. La palabra dada valía como si estuviera escrita, era inviolable. Hoy día nos asesoramos con abogados antes de ponerle la firma a cualquier papel. Y aun así no nos sentimos confiados.

Cuando era chica me preguntaba: ¿Todo lo que decimos, a dónde va? ¿Se diluye con el aire como el perfume? Y tenía la fantasía de que toda palabra, todo sonido va a parar en algún lugar del universo. Hoy esa imagen infantil casi me parece de terror: ¡Imagínense qué inmenso basural de palabras, tantas pavadas, palabras huecas, innecesarias! El problema no es que a las palabras se las lleva el viento. El problema es que antes actúan. Muchas veces son un alivio y una caricia para el alma; otras, son flechas que producen heridas difíciles de cicatrizar. De eso habla nuestra porción de texto. Habla del poder de las palabras. Se puede “hablar lindo”, se puede tener la habilidad de convencer a otros, de analizar con mucha inteligencia las situaciones, de dar consejos hermosos, pero si las palabras -por bonitas que sean-, no son vehículos del amor, no sirven, son puro chamullo, son de última un fraude.

“Amar la vida y pasar días felices” empieza con el adecuado uso de la palabra. El amor a la verdad crea confianza y un clima de seguridad. Sobre la mentira, el engaño, la promesa falsa no hay posibilidad de construir un mundo mejor.

Karin Krug

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