Los que son del mundo no pueden odiarlos a ustedes; pero a mí me odian, porque yo hago ver claramente que lo que hacen es malo.

Juan 7,7

La advertencia es hecha por Jesús a sus hermanos, aquellos que son a la vez los más cercanos y sin embargo permanecen tan lejos. A ellos les era imposible creer en él y ni siquiera llegaban a entender del todo ese enfrentamiento que se iba volviendo cada vez más duro con los judíos. “… Jesús andaba por la región de Galilea. No quería estar en Judea porque allí los judíos lo buscaban para matarlo.” (7,1)
Para sus hermanos, tan cercanos y tan lejanos, esa oposición entre quienes son del mundo y él que no lo es, seguramente resultaría una formulación incomprensible.
Tan mutuamente excluyentes resultan el Evangelio y la organización injusta de este mundo como la luz y la oscuridad. Tampoco lo entendió seguramente Pilatos cuando Jesús le dice que su reino no es de este mundo. Esa mutua exclusión es lo que da sentido a la oración de Jesús por sus discípulos que está contenida en el capítulo 17 del Evangelio de Juan; esos discípulos que no son del mundo pero son enviados al mundo del cual deben a su vez ser cuidados.
Buscar el bien, la justicia, la claridad, es un acto cargado de riesgo. Jesús lo sabe y está dispuesto a asumirlo. Y lo hace con la comprensión de que sus hermanos no pueden todavía entenderlo, eso exigiría una conversión para la cual todavía no es el tiempo.
Luchar contra la oscuridad sabiéndola enemiga de la luz, corresponde a nuestra vocación cristiana, la oscuridad de fuera, y nuestras propias oscuridades.
Por eso al cantar aquella letra de la comunidad de Taizé, también oramos: “en nuestra oscuridad, enciende la llama de tu amor, Señor”.

Oscar Geymonat

Juan 7,1-13

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