En medio del jardín puso también el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal.

Génesis 2,9

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En mi infancia me gustaba jugar en un patio de tierra donde “creaba” mi propio mundo; y, como si fuera Dios, creaba jardines con árboles en miniatura hechos de ramitas y ríos que los circundaban. También tenía una pareja hecha de barro, como Adán y Eva.

Leyendo este texto me vino a la mente aquella hermosa experiencia de mi infancia. Buscando el significado del árbol del bien y del mal imaginé a mis dos personajes inanimados cobrando vida. Con seguridad les hubiera dado indicaciones de lo que podían o no hacer, ya que quien conocía el “huerto del Edén” era yo, que lo había creado. Sabía cuán profundos eran los arroyos, dónde podían encontrar frutos y conocía todas las ramas que había plantado y con seguridad sabía cuáles tenían espinas.

Por eso no me parece incomprensible entender que Dios, conociéndonos en nuestra complejidad humana y real, haya puesto como límite un árbol de la ciencia del bien y del mal. El ser humano tiene la tentación de creer más en sí mismo que en su creador, en su propio conocimiento, sin consultar con la fuente. Entiendo este versículo como una alerta: el bien y el mal no se modifican de acuerdo con nuestro parecer, ni nuestras costumbres ni siquiera por nuestros muy avanzados conocimientos; sino por lo que Dios en su eterna sabiduría quiere. La obediencia, a pesar de ser una palabra que nos produce cierto resquemor, es la llave para llevar una vida de acuerdo con el plan maravilloso de nuestro creador.

Martín Zapke

Génesis 2,4b-17

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