¿Qué mujer que tiene diez monedas y pierde una de ellas, no enciende una lámpara y barre la casa buscando con cuidado hasta encontrarla?

Lucas 15,8

En la misma línea de la parábola de la oveja perdida, hoy la protagonista es una mujer que pierde una moneda. La moneda era una dracma de plata griega.

No era difícil que una moneda se perdiera en las precarias casas de Palestina. Casas oscuras alumbradas apenas por una pequeña ventana circular o por una débil lámpara de aceite.

El piso era de tierra, muchas veces cubierto de cañas y juncos. De allí que encontrar una moneda era como buscar una aguja en un pajar.

Sin embargo, la mujer busca con insistencia, barre, mueve, sacude, con la esperanza de verla brillar o sonar.

Tal vez la buscaba por necesidad. Una moneda equivalía al jornal de un día de trabajo. Lo que implicaba comida para un día. Pero también podía ser una moneda que usaban las mujeres casadas en su tocado de diez monedas unidas por una cadena. Algo tan valioso como una alianza.

Cualquiera haya sido la razón, la alegría de la mujer al encontrar la moneda era inmensa. Tan inmensa como es la alegría de Dios cuando un pecador decide cambiar su vida.

Ningún fariseo imaginó nunca que Dios podía alegrarse. De tal manera que siempre se lo ha mostrado severo, vengativo, castigador.

La alegría de Dios por cada uno de nosotros es la misma que la del pastor que encuentra a su oveja, de la mujer que halla la moneda, del padre que recupera a su hijo. Una alegría tan grande que no se puede guardar. Por eso la alegría es un don del espíritu. Es un sentimiento que se comparte, que reúne, que convoca, que trasciende, que llena el alma, que contagia, que sana, que moviliza.

¡Qué lindo poder leer hoy que para Dios somos como una moneda de enorme valor!        

Stella Maris Frizs

Lucas 15,8-10

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