“Si quieres, puedes limpiarme de mi enfermedad.” Jesús tuvo compasión, lo tocó con la mano y le dijo: “¡quiero, queda sano!”

Marcos 1,40-41 El enfermo sabía que, acudiendo a Jesús, estaba desafiando la ley

de Moisés. Por estar enfermo, estaba condenado a quedar aislado de

la sociedad, para protegerla de un contagio. No tenía ningún tipo de contacto… nadie podía hablar con él, ni abrazarlo, ni tocarlo…

Y más grave aún, la religión decía que debía sufrir ya que Dios lo estaba castigando por algún pecado suyo o de su familia…

Hemos evolucionado un poco, en algunos aspectos. Tenemos muchos más conocimientos de medicina, aunque siga siendo en muchos casos un privilegio para quienes tienen acceso a ella; hemos evolucionado en el hecho de no relacionar la enfermedad con el pecado o con un castigo de Dios.

Pero me pregunto si hemos evolucionado o si hemos aprendido  de Jesús a acercarnos con amor y sin prejuicios a los que sufren, sin importar “las leyes” o “los protocolos”, sea cual fuere la enfermedad o la dolencia.

Los hospitales están llenos de pacientes que están esperando una mano que los toque… que les hable con amor.

Los hogares de ancianos están llenos de mayores que viven ais- lados del mundo, de sus seres queridos que no tienen tiempo para decirles “te quiero”.

Hay una enfermedad que es mucho más grave y la llevamos en nuestro corazón. Es la enfermedad de la indiferencia escondida detrás del analgésico de la falta de tiempo.

Una sonrisa, una mano tendida, una oreja para oír, un poco de tiempo, un corazón dispuesto a darse al otro es sanador. A veces sana al otro… pero seguramente nos va a sanar a nosotros de nuestro aislamiento de nuestro “tomar distancia” del dolor de aquellos que sufren más aún por nuestra indiferencia.

Pablo Münter

Marcos 1,40-45

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