Jesús subió a un monte a orar, acompañado de Pedro, Santiago y Juan. Mientras oraba, el aspecto de su cara cambió, y su ropa se volvió muy blanca y brillante, y aparecieron dos hombres hablando con él, Moisés y Elías.

Lucas 9,28-30

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El relato de la transfiguración de Jesús crea un escenario enig-mático, desafiante, que nos invita a discernir cuál es el mensaje para nuestras comunidades de hoy.

Para los discípulos es una experiencia epifánica, única, removedora: es la confirmación de Jesús como Hijo de Dios, mostrando el camino de la justicia, de la reconciliación y del reino. Pedro, Santiago y Juan ven la gloria de su Maestro y participan de ella. Es una experiencia vital, y quie-ren prolongarla trasladando al plano terrestre y conocido, algo trascen-dente y sobrenatural. Tienen sueño, pero permanecen despiertos, aten-tos, vigilantes: por eso pueden ver la gloria de aquellos tres hombres, gloria que los conecta al pasado, a la ley y a la profecía, y les revela la fuente de la más plena y extraordinaria libertad.

Podemos intuir lo que la experiencia de los discípulos pudo significar en la memoria de las primeras comunidades. Memoria de la importancia de la vida litúrgica que alimenta la fe, a través de emprender ese viaje al monte para orar con Jesús. Nuestra vida cotidiana siempre implica un viaje, subir a la montaña y tener una visión como la que nos cuenta Lucas, es también reconocer nuestro pasado de fe. Debemos reconocer a Jesús en la cotidianidad del tiempo que sus discípulos pasaron con él, pero también en su gloria, como anticipo de su resurrección.

Debemos también reconocernos a nosotros mismos, muchas veces cansados y adormilados, con sueño, pero capaces de mantenernos expectantes y vigilantes, para disfrutar de la presencia de Jesús en cada persona, en los pobres, en aquellos que han sido despojados de su dignidad y nos recuerdan su humanidad. Debemos tener memoria de su pasión y de su gloria. ¡Ése es el desafío constante!

Susana Bastía Allío

Salmo 27,1.7-9.13-14; Génesis 15,1-18; Filipenses 3,17-4,1; Lucas 9,28b-36;

Agenda Evangélica: Romanos 5,1–5 (6–11)

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