3º domingo de Cuaresma, Oculi

Jesús le contestó: “Todos los que beben de esta agua, volverán a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, nunca volverá a tener sed. Porque el agua que yo le daré se convertirá en él en manantial de agua que brotará dándole vida eterna.”

Juan 4,13-14

Agua que refresca, que calma la sed. Agua que es vida, que renueva el brote y el fruto. En medio de una realidad donde la sequedad y la muerte se hacen presentes, fluye el agua; desde el manantial al desierto mundo. Y en medio del desierto, nosotros, nosotras, sentados allí junto al pozo de Jacob, junto a esta mujer. Tenemos sed. Sed de misericordia. Sed de amor. Sed de perdón. Sed conjugada en la cruz por éste que ahora, en la profunda sequedad que es mi vida, me invita a beber. Resecos mis labios resisten el elixir. Después de todo, ¿cuántos hubo antes que éste que ofrecieron lo mismo? Profetas de lo vano y sin sentido. Mis ojos entrecerrados no alcanzan a percibir la hondura del milagro. ¡He bebido tantas aguas! ¡He deambulado por tantos pozos! Sin embargo, presiento muy dentro de mí que hay algo en la invitación que él me hace esta vez que es diferente, que hoy es distinto. Algo en su mirada me invita a confiar. Confiar en que mis pies cansados recibirán descanso. Confiar en que serán limpiados del polvo del camino. Confiar que todo mi cuerpo, no sólo mis pies, recibirán la frescura de esta agua. Agua bautismal. Agua que purifica y limpia. Agua que sacia toda sed y restaura toda vida. Y en medio de mi deambular de cada día, de todo día, en medio de mi deambular a veces, todas veces, sin sentido, mis pasos me conducen tras los pasos de aquél que dice el que beba del agua que yo le daré, nunca volverá a tener sed… y yo, en mi necesidad, respondo: Señor, ¡dame siempre de beber!

David Juan Cirigliano

Juan 4,5-42

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