Jesús le contestó: “Créeme, mujer, que llegará el momento en que ustedes adorarán al Padre sin tener que venir a este monte ni ir a Jerusalén… los que de veras adoran al Padre lo harán de un modo verdadero, conforme al espíritu de Dios.”

Juan 4,21.23

Cuando después del exilio los judíos comenzaron a reconstruir su templo en Jerusalén, les vedaron a los samaritanos la participación en la construcción, ya que los consideraban “impuros”. Más tarde éstos construyeron su propio templo sobre el monte Garizim. En 128 A.C., cuando el sumo sacerdote y rey judío Hircano I° se apoderó de Samaria, mandó destruirlo, de manera que en tiempos de Jesús ya no existía santuario allí. No obstante, los samaritanos continuaban considerando ese monte como lugar de adoración.

Pero más allá de estos datos históricos, lo que Jesús quiere transmitir a la samaritana, es que la verdadera adoración a Dios no está condicionada a un lugar geográfico determinado, a un espacio sagrado, a un edificio específico. Los que desean orar a Dios con sinceridad y sin tapujos, pueden hacerlo en cualquier lugar y momento.

Equivocadamente la cristiandad bien pronto asumió de su propio origen judío y de las religiones paganas la idea de la “casa de Dios”, en la que se celebra el encuentro entre la divinidad y los humanos. Y que, para que esta casa sea digna, la máxima opulencia es apenas lo mínimo que se debe ofrecer a Dios. De ahí la construcción de las ambiciosas catedrales, ideal que persiste hasta el día de hoy. Es lindo y recomendable adorar en comunidad, escuchar la palabra de Dios entre todos y celebrar juntos la comunión con el Señor y entre nosotros. Pero estas celebraciones no requieren santuarios ampulosos, sino apenas espacios de reunión sencillos, eventualmente a cielo abierto.

Federico Hugo Schäfer

Juan 4,15-26; Santiago 5,1-6

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