Dijo Jehová: “Porque dejaron mi ley, la cual di delante de ellos, y no obedecieron a mi voz, ni caminaron conforme a ella.”

Jeremías 9,13

Hace algunos años atrás, viajando en un vuelo internacional, un abogado viajaba al lado mío. Aburridos los dos, nos pusimos a charlar. El tema de la conversación era la ley y el estado. Recuerdo perfectamente cuando el abogado me dijo enfáticamente: “La función del Estado no es hacernos a todos iguales por medio de la ley sino, por contrario, la función del Estado es garantizarnos que todos somos iguales ante la ley”. No todos comparten esta afirmación, pero nadie puede negar la necesidad y el valor de la ley.

Todos los profetas del Antiguo Testamento exhortaron al pueblo que sean fieles al pacto con Dios. Todos los profetas exhortaron y alentaron al pueblo que cambien de actitud, que se conviertan y se vuelvan a Dios, viviendo en fidelidad a su alianza. Esta fidelidad a Dios es la que guiaba la vida de su pueblo. En la ley de Dios estaba expresada cual era la voluntad de Dios y lo que Él esperaba de su pueblo.

Si en el Antiguo Testamento se habla sobre la fidelidad a la ley, en el Nuevo Testamento se resalta constantemente la irrenunciable obediencia y fidelidad que implica el seguimiento a Jesucristo. Sí, es claro que somos salvos por gracia pero, al mismo tiempo, es también clarísima la exigencia que implica el seguimiento a Jesucristo. Y esta exigencia es absolutamente insoslayable. Buscar soslayar esta exigencia que implica claramente el seguimiento a Jesucristo es malbaratar el Evangelio.

Meditemos: ¿Cómo anda nuestro compromiso con Jesucristo?

Si ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos. (Juan 14,15)

Sergio A. Schmidt

Jeremías 9,1-23

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