Ellos le pidieron: “Señor, danos siempre ese pan.”
Juan 6,34
Entre las muchas necesidades que tiene el ser humano, el hambre y la sed son las dos más apremiantes. Nos acompañan desde el primer momento de nuestra vida y se mantienen con vigencia hasta el último. Son fuerzas impresionantes gracias a las cuales nos mantenemos con vida. Plantean sus exigencias independientemente de la situación, posición, edad, estado o lo que fuere. Podrá haber hambre “refinada” por algún gusto, un antojo o una demanda especial del cuerpo o la mente; podrá haber sed que quiera saciarse con alguna determinada bebida; pero cuando tenemos hambre y sed, estas necesidades no se van hasta que no queden satisfechas. Y al poco tiempo vuelven a surgir, y así sucesivamente a lo largo de toda la vida.
Son tan fuertes estas necesidades que las palabras con las que las designamos, precisamente “hambre” y “sed”, se han tomado simbólicamente para muchos impulsos, aspiraciones, necesidades, deseos ardientes, ambiciones, sueños y esperanzas. Así hay hambre por saber, hambre cultural, hambre espiritual; pero trágicamente también hambre de poder, sed de venganza, sed de sangre.
Siendo tan esenciales el hambre y la sed, no extraña para nada que jueguen también un rol preponderante en muchos relatos bíblicos. Los autores bíblicos toman muy en serio el hambre y la sed del cuerpo. Jesús come con sus discípulos, se deja invitar a comidas, sacia el hambre de miles de personas, celebra una última cena con sus seguidores más cercanos y también como Resucitado vuelve a comer con ellos. Y como todos entienden lo que es hambre y sed y como estas dos palabras se aplican a deseos, anhelos y ansias, Jesús también emplea los términos de pan y agua para hablar de más necesidades nuestras. Dirige las expectativas por saciarnos hacia Dios, hacia el pan que baja del cielo y da vida al mundo. Lógicamente los discípulos se lo piden. ¿De qué pan estará hablando?
René Krüger
Juan 6,22-34
