Disgustado por lo que decían, Saúl se enfureció y protestó: A David le dan crédito por diez ejércitos, pero a mí por uno solo. ¡Lo único que falta es que le den el reino!

1 Samuel 18,8

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El relato de “David y Goliat” pertenece, sin lugar a dudas, a los episodios más conocidos de la Biblia. Es más, es parte de la “cultura popular” y occidental. Son estas historias que escuchamos por primera vez en la escuelita dominical, y que despiertan en nosotros la curiosidad de es-cuchar y conocer más de la Biblia. Pero también es el comienzo de una “tragedia familiar”. Nuestro versículo describe un fenómeno que todos conocemos muy bien, somos víctimas de su poder destructivo, sufrimos las consecuencias: la envidia.

David es un muchacho joven, dinámico, simpático, inteligente, todo le sale bien. Su popularidad supera por diez la del rey Saúl. El hecho de que el pueblo admire y reconozca las virtudes de David de una manera tan abierta, activa en Saúl el poder destructivo de la envidia. Ha perdido la simpatía del pueblo, su autoestima está por el suelo, lo único que le queda es su poder de rey. Y Saúl está decidido a usarlo para destruir a David.

La envidia es la oscura sombra que nos acompaña. Destruye amistades, familias, siembra odio entre hermanos, y ni la iglesia está exenta de sufrir las consecuencias de su poder.

La envidia siembra falsos rumores, la envidia es la “doble-cara”, hacia fuera la amable y cordial, pero adentro llena de odio y ganas de hacerle daño al otro.

La envidia le hace perder a Saúl la capacidad de gobernar, está obsesionado, se deprime y ve en la muerte de David la única solución. Es un círculo vicioso que tiene su propia dinámica.

¿Y nosotros?, ¿somos conscientes del peligro?

No hay una receta que nos proteja del mal de la envidia, pero estoy convencido de que la oración es una gran ayuda, encomendarle a Dios mi situación, comenzar cada día “mirando” la cruz, tomar consciencia de su presencia en mi vida, soy su querido hijo, y el otro también.

Amén.

Reiner Kalmbach

1 Samuel 18,1-16

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