En un sentido, podríamos decir que la Reforma de la iglesia inspirada y encabezada originalmente por el Dr. Martín Lutero no comenzó con la difusión de sus 95 tesis a finales de 1517 sino varios años antes. Atormentado por su conciencia, sus dudas y el concepto que tenía de Dios, Lutero vivió una verdadera opresión y una especie de esclavitud durante sus primeros años como fraile agustino. No hallaba la paz que había buscado al entrar al convento, sino que se sentía siempre bajo la ira de un Dios justiciero y castigador. Según él, no soportaba ni ver una imagen de Cristo o un crucifijo, pues también asociaba a Cristo con ese Dios a quien nunca podía llegar a aplacar o complacer, por más que se esforzaba.  En lugar de amar a Dios, lo odiaba.

Sin embargo, al ponerse a estudiar y enseñar las Escrituras, comenzó a conocer a otro Dios, un Dios liberador que no pretende otra cosa que la felicidad de todos los seres humanos. Entendió que la justicia de Dios no busca aplastar o condenar al ser humano, sino salvarlo de sí mismo. Al cambiar radicalmente su concepto de Dios, Lutero llegó a confiar en Él como un Padre bueno y amoroso que está comprometido con el bienestar integral de todos sus hijos e hijas. Para Lutero, la máxima expresión de ese amor de Dios y su compromiso con nosotros fue la vida y muerte de su Hijo, así como su resurrección y exaltación como Señor nuestro. Esa nueva visión de Dios y de Jesucristo liberó a Lutero de la opresión y la esclavitud que experimentaba y le permitió alcanzar una vida de paz y gozo, convencido de que Dios estaba siempre con él y que ya no había nada que temer.

La transformación radical que esa nueva concepción de Dios produjo en Lutero fue lo que lo impulsó a realizar todo lo que hizo en los años siguientes. Aunque hablamos de Lutero como un reformador, en lo personal creo que lo que más le interesaba a Lutero no era reformar la iglesia. Más bien, lo que quería era difundir el nuevo concepto de Dios que había descubierto para que otros pudieran ser transformados y liberados como él, dejando de creer en un Dios tirano para ser abrazados por el Dios liberador y solidario de Jesucristo.

Pero Lutero pronto se dio cuenta de que el Dios opresivo a quien había llegado a rechazar era el Dios del sistema imperante. Por medio del concepto de Dios que Lutero pretendía dejar atrás, los que estaban en el poder dentro de la iglesia y la sociedad mantenían a la gente esclavizada y oprimida, tanto en el ámbito espiritual como en los ámbitos social, político y económico. El Dios del sistema exigía que todos se sometieran a los que supuestamente había establecido como sus representantes exclusivos en la Tierra, a quienes les había entregado autoridad no sólo sobre las almas de los seres humanos sino también sobre sus cuerpos y espíritus, tanto en este mundo como en el mundo venidero. Y para estar bien con ese Dios y alcanzar la salvación, había que seguir incondicionalmente a esas autoridades, entregándoles todo. En nombre de su Dios, esas autoridades lucraban con la salvación y la vida misma de la gente. El monasticismo, los sacramentos, el sacrificio de la misa y la venta de indulgencias eran sólo algunos de los medios a través de los que los representantes de ese Dios opresivo convertían a las masas en sus esclavos.

Frente a esto, no es coincidencia que de los escritos más importantes de Lutero, uno se titulaba “Sobre la libertad cristiana” y otro hablaba de “la cautividad babilónica de la iglesia”. Más que reformar, lo que pretendía Lutero era liberar a los que estaban cautivos. Y precisamente por eso se halló envuelto en una lucha acérrima con los poderes de su tiempo, que pretendían mantener su control y su dominio sobre la población a través del concepto de Dios que manejaban. Lo que llamamos la Reforma de la iglesia en realidad fue más bien un choque entre dioses: el Dios de Lutero que liberaba a la gente del temor y la esclavitud y el Dios de los poderosos, en cuyo nombre se justificaba el sistema opresivo y se mantenía el status quo para beneficio de unos pocos.

Hoy en día seguimos viviendo bajo sistemas que oprimen y esclavizan. Los dioses falsos que predominan en la sociedad generalmente no son reconocidos como tales, pues son más bien valores y formas de pensar, así como otras realidades que exigen sumisión y obediencia. En la mayoría de las iglesias, el Dios que se proclama tiende a ser un Dios distinto al Dios que descubrió Lutero en las Escrituras. No es un Dios que libera sino un Dios que provoca indiferencia, cansancio e intolerancia; un Dios que pretende controlar y someter en lugar de liberar. Por eso, tanto dentro de las iglesias como fuera de ellas, la vida cristiana es considerada como una especie de esclavitud que consiste en someterse a innumerables exigencias y prohibiciones y prestar lealtad y obediencia a autoridades humanas que supuestamente hablan por Dios como sus representantes exclusivos. Se piensa que los creyentes son todo menos personas libres; más bien, las personas que son verdaderamente libres son los no creyentes, que pueden vivir como les dé la gana, a diferencia de los creyentes.

Esta forma de pensar es resultado de no proclamar fielmente al Dios liberador de la Biblia. Pero también se debe a que, ni en las iglesias ni en la sociedad, se entiende bien lo que es la libertad. Contrario a lo que la gran mayoría piensa hoy, la libertad no es un valor supremo ni constituye un fin en sí mismo. Ser libre no significa necesariamente ser feliz o tener bienestar. No alcanzamos la felicidad y el bienestar simplemente haciendo lo que nos da la gana. Sólo se puede gozar del verdadero bienestar si vivimos de formas sanas, si amamos y somos amados, si no estamos agobiados por temores, miedos, y preocupaciones, y si tenemos lo necesario para vivir. Desde la perspectiva de la fe, no somos capaces de lograr estas cosas por nuestros propios esfuerzos o capacidades. Dependemos de un Dios liberador que nos acompaña y guía y que establece lazos de amor y solidaridad entre nosotros, dándonos hermanas y hermanos con quienes podemos compartir nuestra vida. Ninguno de los dioses falsos puede darnos el bienestar y la felicidad que buscamos en la vida. Eso lo puede hacer sólo el Dios verdadero, el Dios de Jesucristo que Lutero llegó a conocer a través de su estudio de las Escrituras.

Al prepararnos para conmemorar los 500 años del movimiento de la Reforma, lo que más nos urge es descubrir de nuevo ese Dios liberador que halló Lutero para poder experimentarlo en toda su plenitud entre nosotros y compartirlo con los demás. Igual como ocurrió en la época de Lutero, si proclamamos fielmente ese Dios, hallaremos mucha oposición y resistencia por parte de los poderes de este mundo y los dioses que proclaman. Pero también nos daremos cuenta de que sólo la fe en ese Dios nos puede dar verdadera libertad y verdadera vida.

David Brondos
Profesor de la Comunidad Teológica de México
Misionero de la ELCA

 

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