La venida de Jesucristo quedó señalada con agua y sangre; no sólo con agua, sino con agua y sangre. El Espíritu mismo es testigo de esto, y el Espíritu es la verdad. Tres son los testigos: el Espíritu, el agua y la sangre; y los tres están de acuerdo.

1 Juan 5,6-8

Juan cita algunos de los testimonios que establecen quién es Jesús.
El agua simboliza el bautismo de Jesús, cuando Dios, por medio del Espíritu Santo baja en forma de paloma y lo declara como Hijo suyo, ungiéndolo para su ministerio. “Éste es mi Hijo amado, a quien he elegido.” (Mateo 3,17)
La sangre se refiere a la crucifixión, por medio de la cual Cristo completó su obra. Lo anunció en la última cena con los apóstoles (Mateo 26,26-29).
Agua y sangre son mencionados porque el ministerio de Jesús comenzó con su bautismo y terminó con su muerte.
Esta verdad es sumamente importante, porque si sólo hubiera muerto como hombre, su sacrificio no habría servido para borrar el pecado humano, no habría podido llevar sobre sí los pecados del mundo, y el cristianismo sería sólo una religión vacía. Sólo un acto de Dios pudo anular el castigo que estaba reservado a nosotros por nuestros pecados.
El Espíritu Santo es la verdad, no puede mentir, por eso su testimonio es seguro.
Nuestra certeza se basa en la promesa de Dios que nos ha dado vida eterna por medio de su Hijo. Eso es cierto ya sea que nos sintamos cerca o lejos de Él.
Sabemos que tenemos vida eterna porque creemos en la verdad de Dios. La vida eterna es la vida con y en Cristo. La vida y Jesucristo van juntos.
Que podamos ser testigos del amor de Cristo que viene a nuestras vidas, ese Cristo que se entregó por completo por nosotros, para que tengamos vida eterna y demos testimonio de su salvación.

José Wenninger

1 Juan 5,6-12

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