El Señor dice a los que están en la oscuridad: “Déjense ver.”

Isaías 49,8 y 9

Por primera vez, Pedro pasa una noche en la casa de sus suegros. A la noche se despierta porque tiene que ir a al baño. “¡No hubiera to-mado tanto!”, piensa, pero esa reflexión ahora ya no le ayuda en nada. Tiene que levantarse y recorrer el caminar hacia el toilette. Como no quiere despertar a nadie, no enciende la luz; para colmo la noche está tan cerrada por los nubarrones, que no puede distinguir nada. En la casa desconocida, con los brazos extendidos tantea el camino hacia la puerta, para no chocar nada, y, ¡zás!, se choca con el canto de la cama. Un fuerte estruendo, un grito breve, porque, la verdad que dolió. En la cama su señora se da vuelta y le pregunta: “Tesoro, ¿qué haces allí? ¿Por qué no encendés la luz?”

Encontrar el camino en la oscuridad es difícil. Es como una soga que ata los pies y nos quita la libertad de movimiento. Si no podemos confiar en lo que vemos, entonces necesitamos nuestros otros sentidos, necesitamos las manos para tocar y los oídos para escuchar. O sería mejor aún: una ayuda que venga desde afuera, una luz que disipe la oscuridad, que en ese momento nos regale nuevamente la claridad.

Una luz así será Dios para Israel, eso se lo promete a su pueblo en la hora más oscura cuando el exilio en Babilonia pareciera perder su esperanza a una vida libre. Él les indicará un camino para salir de la oscuridad, y les da esta promesa: “Abriré un camino a través de las montañas y haré que se allanen los senderos.” (Isaías 49,11)

Dios limpia de piedras el camino y trae luz a la oscuridad que nos rodea, diciéndonos: ¡Déjense ver!

Gracias, Dios, porque no me dejas solo en la oscuridad. Ayúdame a que cada vez de nuevo siga tu llamado hacia la luz. Amén.

Michael Hoffmann

Isaías 49,7-13

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