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No amen al mundo, ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no ama al Padre; porque nada de lo que el mundo ofrece viene del Padre, sino del mundo mismo.

1 Juan 2,15-16

Durante mucho tiempo en nuestras iglesias se ha predicado la exhortación a mantenernos alejados de todo lo “del mundo” para concentrar nuestras vidas única- y exclusivamente en el reino de Dios. Había diversiones que nos eran prohibidas. Había actitudes que no eran consideradas dignas de un miembro de la Iglesia. Había compromisos a los que no debíamos renunciar porque de un buen cristiano se esperaba que fuera diferente a los “del mundo”.

Con el tiempo hemos comprendido que no es voluntad de Dios que renunciemos a nuestra vida en el mundo. Pues es él quien nos ha colocado aquí para que vivamos, para que aprovechemos las múltiples posibilidades que este mundo nos ofrece, para que encontremos nuestro camino en este mundo, no fuera de él. El mismo Jesús, muy al contrario de alejarse del mundo, se ha acercado hasta a las situaciones más adversas para llevar su mensaje de amor precisamente a los “del mundo”.

El problema se presenta cuando permitimos que las cosas de este mundo nos dominen; cuando hacemos de ellas un fin en sí mismo; cuando orientamos nuestras vidas en propuestas adversas a la voluntad de Dios; cuando lo que rige nuestro ser no son los valores del reino de Dios sino los conceptos de la perversión humana. Pues “aquello de lo cual cuelgas tu corazón, ese es tu Dios”, formuló Martín Lutero.

Yo soy el camino, la verdad y la vida. Solamente por mí se puede llegar al Padre. (Juan 14,6)

Annedore Venhaus

1 Juan 2,12-17

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