Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí. Y la vida que ahora vivo en el cuerpo, la vivo por mi fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a la muerte por mí.

Gálatas 2,19b-20

Con palabras muy personales y profundas Pablo procura dar cuenta del impacto de la cruz y la resurrección en la vida cotidiana de los/las creyentes.
Mediante la fe y por el bautismo, los cristianos asumimos una identificación vivencial con cada trecho en el trayecto de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, y así podemos ‘vivir para Dios’. La fe en Cristo reconfigura y reorienta hasta tal punto la vida de los seres humanos, que les da un nuevo ser. Una nueva y verdadera vida -incluso corporal- que sólo procede de la entrega redentora y vicaria del Hijo de Dios. El bautismo marca el punto de partida para el discipulado, a saber, la vida de comunión con Cristo.
Reflexionando sobre la justificación Pablo le da a esta enseñanza una tonalidad distinta al subrayar la ‘agapé’ de Cristo (Apocalipsis 1,5), un amor que se me ofrece gratuitamente. El apóstol descubre así el misterio del amor en la cruz de Cristo. De objeto de horror y signo de maldición, la cruz se transforma en revelación de amor. Cada cual por su cuenta ha de hacerse cargo, conscientemente y sostenido en la fe, del compromiso que implica lo que Pablo descubrió del misterio redentor de Jesús. Este amor es el modelo del amor fraterno al que Pablo invita a los gálatas y, también, a nosotros/as hoy (5,13 y 6,2).

Miguel A. Ponsati

Gálatas 2,11-21

Compartir!

Share on facebook
Facebook
Share on twitter
Twitter
Share on linkedin
LinkedIn
Share on whatsapp
WhatsApp
Share on email
Email
Share on print
Print