y nosotros somos hijos suyos.

Gálatas 4,26b

Cuando era niño las personas mayores me solían preguntar -a modo de identificación-: “Y vos, ¿de quién sos hijo?”. Cuando yo les respondía, ellos o ellas asociaban inmediatamente mi filiación.
Ser hijo/a -consanguíneo o de corazón- “de”, es parte de nuestra identidad. Ser hijos e hijas de Dios, por lo tanto, nos vuelven parte de Aquél que nos trasciende.
Sin embargo, no siempre damos testimonio de Dios y su amor. Cuando nuestras actitudes no se corresponden con lo que confesamos, eso se asemeja a no poder responder si somos -o no- hijos/as del Dios de la vida.
La forma en que vivimos y nos relacionamos con los demás, hablan de nuestra identidad.
¿Podríamos responder que somos hijos o hijas de Dios, cuando en el mundo las guerras, el dolor, las muertes, las migraciones forzadas, la apatía y el desamor se experimentan cotidianamente?
No necesitamos de las obras para salvarnos, pero nuestra fe comprometida se traduce en frutos visibles y palpables en la vida de los demás y en la nuestra. Frutos que producen cambios positivos y que demuestran, sin necesidad de hablar, de quiénes somos hijos/as y cuál es nuestra identidad.
Quiera Dios que, a través de su Espíritu Santo, podamos tener ese sentimiento de filiación hacia Él y, en Dios, encontrarnos como parte de una gran familia, que comparte la fe y la vida.
(…) como hijos de Dios somos puestos por señal de una nueva creación. (Canto y Fe N° 348)

Joel A. Nagel

Gálatas 4,21-31

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