“Haré con ellos un pacto de paz; un pacto perpetuo será con ellos.” “Yo seré el Dios de ellos, y ellos serán mi pueblo.”
Ezequiel 37,26.27

A lo largo de la historia, una y otra vez Dios renovó el pacto con su pueblo. Un pacto de paz, de justicia, de entrega y de libertad. Finalmente Dios lo hizo de manera radical a través de la entrega de su Hijo en la cruz. Esa entrega nos llama a tenerlo sólo a él como Dios, como aquél único capaz de liberarnos. Liberarnos de las ataduras del egoísmo, de las ataduras de la avaricia y de la codicia, de las ataduras que nublan nuestra vista y cierran nuestros corazones ante el sufrimiento ajeno, ante la destrucción de la creación realizada sistemáticamente por la humanidad. Cada vez que compartimos la mesa del Señor, cada vez que celebramos un bautismo, cada vez que escuchamos su palabra, cada vez que confesamos nuestra fe, rememoramos de manera especial el pacto que Dios hizo y sigue haciendo con la humanidad, es decir, con todas las personas. ¿En qué medida ese pacto y el llamado a tenerlo solamente a él como Dios, son prioridad cuando tomamos decisiones y programamos actividades en nuestras comunidades y en nuestras vidas? ¿En qué medida ese pacto de amor y de misericordia es el sustento y alimento cotidiano en nuestras vidas? ¿En qué medida ese pacto nos fortalece y nos orienta?

Dios, entre tus manos quiero yo habitar, sé que me proteges y allí estás. (Canto y Fe Nº 224)

Pedro Kalmbach

Ezequiel 37,15-28

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