Ninguno de ellos recibió lo que Dios había prometido, aunque fueron aprobados por la fe que tenían.                             

Hebreos 11,39

 

Desde que Dios escogió y formó para sí un pueblo especial, él también ha destacado a personas para hablar al pueblo en su nombre o también a representantes de otros pueblos.Según asevera el Antiguo Testamento, eso es así debido a que el pueblo tiene miedo de oír directamente la voz del Señor. El mensajero que habla en nombre del Señor es llamado profeta. Moisés fue el primero y el mayor de todos los profetas. Todo profeta que viene después de Moisés será como él: que les diga lo que yo le ordene decir, y les repita lo que yo le mande (Deuteronomio 18,18).

Una realidad que siempre se repite con aquellas personas a quienes Dios llama en el Antiguo Testamento para hablar en su nombre: antes de que se sientan honradas con la elección, ellas sienten miedo y se concientizan del peso excesivo de esta responsabilidad, de las consecuencias negativas para su vida y de su completa incapacidad para realizar la tarea encomendada. La objeción hace parte de los relatos de la vocación profética.

Hablar en nombre de Dios en un mundo marcado por la rebeldía y por la enemistad contra su Creador, es una tarea que debería dejar a cualquiera con pavor. Su único consuelo es la confianza en la promesa de Dios: No temas, yo estoy contigo, yo te formé, te conocí y te consagré.

Toda persona cristiana participa de este llamado y de este mandato. Este llamado y este mandato lo recibimos en el bautismo, en el que el propio Dios nos toca y nos concede su espíritu.  

Oremos: Espíritu de Dios, llena mi vida, Espíritu de Dios, llena mi ser. Espíritu de Dios, nunca me dejes, yo quiero más y más de tu poder. (Canto y Fe Nº 76)

 

Osmar Lessing

 

Hebreos 11,32-40

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