También les dijo: “¿Acaso se trae una lámpara para ponerla bajo un cajón o debajo de la cama? No, una lámpara se pone en alto, para que alumbre.”
Marcos 4,21

Cuando pensamos en una casa son muchos los detalles que tenemos en cuenta: buscamos que los ambientes sean funcionales, lindos, cálidos e iluminados. Este es un detalle al que le damos mucha importancia por lo general. La orientación de las ventanas, el tamaño, la disposición de las lámparas. Necesitamos que la iluminación sea adecuada para las tareas que realizamos a diario.

La luz es necesaria para la vida, la salud, el bienestar. Sin la luz los objetos no serían visibles y viviríamos a tientas, tropezándonos. Todos necesitamos una lámpara (y bien alta) que nos ilumine para ver el camino y guiarnos por la vida, para ver a quienes nos rodean y percibir la realidad de la que formamos parte.

Así sucede con nuestra vida espiritual: necesitamos luz que nos guíe para encontrar el camino. Una luz que tenga el color del amor, la fe y la esperanza. Una luz que tenga la calidez de la entrega, cordialidad, ternura y confianza.

Jesús es la luz que irradia el reino de Dios. Un reino que no llegó para quedar oculto, sino para iluminar nuestras vidas. Somos invitados a ser lámparas que lleven la luz para encontrar el camino a Dios.

Los cristianos reflejamos la luz de Cristo como la luna refleja la luz del sol. Recuerdo una canción que cantábamos en catequesis cuando era niña y dice así: “Esta es la luz de Cristo, yo la haré brillar. Brillará, brillará sin cesar. Esta es la luz de Cristo hazla tú brillar. Brillará, brillará sin cesar.”

Silvia Bierig
Marcos 4,21-25

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