José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana de lino limpia y lo puso en un sepulcro nuevo, de su propiedad, que había hecho cavar en la roca. Después de tapar la entrada del sepulcro con una gran piedra, se fue.

Mateo 27,59-60

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Por amor, o, aunque sea por respeto, José de Arimatea rinde a Jesús el último homenaje que está a su alcance: una sepultura humanamente digna. El respeto por la muerte es de alguna manera reflejo del respeto por la vida. Un fiscal uruguayo decía hace unos días que le atemoriza en ciertos círculos humanos vinculados al tráfico de drogas y la lucha por su mercado, ver a niños celebrando la muerte del “enemigo”. Cuando se festeja la muerte de alguien es porque se ha despreciado su vida. Y quien desprecia la vida ajena, primero ha des-preciado la suya.

El acto de José es loable y riesgoso, tuvo que lograr la autorización de Pilatos y habrá tenido que dar argumento a su gesto. Lo que le falta a José es la esperanza en la resurrección. Tapó la entrada con una gran piedra y se fue. No había nada más que hacer.

Los jefes de los sacerdotes aseguraron el sepulcro poniendo un sello sobre la piedra que lo tapaba; y dejaron allí los soldados de guardia. (Mateo 27,66). Querían evitar el robo del cuerpo y la “mentira” de la resurrección.

Hay intereses a los que les sirve más la muerte que la vida nueva. La pena es cuando logran convencernos de que la muerte gana. Po-bre José, bueno, respetuoso, pero entristecido y sin perspectivas.

Así seríamos las comunidades cristianas sin la esperanza en la resurrección.

Cristo resucitó, ése el sustento de nuestra fe. Hay vida a pesar del sepulcro cerrado.

Oscar Geymonat

Mateo 27,57-66

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