Vé, pues, y que el Señor te acompañe.

1 Samuel 17,37

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La bendición forma parte de varias culturas, donde se pide que alguien pronuncie palabras de bien a la hora que uno tiene que partir a otro lugar, tiene que emprender una nueva actividad, comenzar algo nuevo. En el versículo de hoy, Saúl, al despedirse de David, lo encomienda a la compañía y protección de Dios ante la tarea que tiene por delante: enfrentarse solo al gigante filisteo.

En nuestros días la bendición ha ido perdiendo espacio, ha caído “en desuso”, -a veces ni siquiera nos saludamos, todo es tan deprisa, no hay tiempos para estos gestos-. Sí encontramos la bendición al final de nuestras celebraciones, pronunciadas por lo general por el ministro, aunque también se da la bendición de unos a otros.

La bendición es cuando pedimos que Dios nos acompañe en el caminar por el mundo, donde tenemos que hacer palpable su mensaje, donde necesitaremos de su espíritu, de su aliento para poder concretar-lo, donde necesitaremos también de su comprensión, pues no siempre haremos las cosas bien. La bendición es ponernos confiadamente en las manos de Dios, con la certeza de que él quiere nuestro bien –no sólo el mío y de los míos, sino de toda la humanidad, de toda la creación-, y que nos acompaña y cuida para que ese bien sea una realidad.

Yo soy quien te manda que tengas valor y firmeza. No tengas miedo ni te desanimes, porque yo, tu Señor y Dios, estaré contigo dondequiera que vayas. (Canto y Fe Nº 276)

Mónica Hillmann

1 Samuel 17,31-58

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