Cuando el hijo todavía estaba lejos, su padre lo vio y sintió compasión de él. Corrió a su encuentro, y lo recibió con abrazos y besos.

Lucas 15,20

Aunque esta parábola nos resulte por demás conocida, es necesario que repasemos nuevamente las circunstancias que llevaron a este joven aventurero a tocar fondo. En dos palabras podríamos decir: ansias de libertad.

Su deseo de independizarse y vivir su vida sin demasiados compromisos y obligaciones lo convierten en caprichoso, rebelde y desobediente. Él pide su herencia, y el padre no se la niega.

Habrá pensado: ¡ahora sí, a vivir, a disfrutar, a gozar de la vida! Pobre iluso. Pensó que la felicidad se podía comprar.

No cuesta demasiado imaginar su caída. Toca fondo. Se encuentra solo, con hambre, haciendo un trabajo indigno para un judío.

Pero tuvo la lucidez como para reconocer su error. Tuvo valor para regresar a casa. Tuvo coraje para presentarse con las manos vacías y el corazón destruido.

Y vemos un padre que no hace reproches, no juzga, no condena, no da un sermón moralista. Tal vez, porque en el fondo sabe que hay sincero arrepentimiento.

Vemos un padre que no teme hacer el ridículo. Casi exagera cuando corre, lo abraza, lo besa, lo viste, lo calza, le coloca un anillo y celebra con una gran fiesta.

Vemos un padre amoroso, conmovido, feliz. Y nos cuesta entender la medida de este amor que cualquier tribunal humano condenaría.

Pero así es Dios. No pregunta por la culpa, sino por la necesidad. No es el patrón que paga en función del rendimiento. No es el juez que juzga sin tratar de ver las causas.

¡Qué gran lección nos deja Jesús con esta parábola! El camino a la salvación no es algo para los que se creen “merecedores”, sino para los que confían en el inmenso amor de Dios.                                                      

Stella Maris Frizs

Lucas 15,11-32

Compartir!

Share on facebook
Facebook
Share on twitter
Twitter
Share on linkedin
LinkedIn
Share on whatsapp
WhatsApp
Share on email
Email
Share on print
Print