Lo que quiero es conocer a Cristo, sentir en mí el poder de su resurrección y la solidaridad en sus sufrimientos; haciéndome semejante a él en su muerte.

Filipenses 3,10

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Los versos que preceden a este versículo son difíciles de tratar porque Jesús, que es expresión última de la misericordia divina, no es propiedad del pueblo escogido. Cristo encarnado es para cualquier persona la promesa de vida justificada; vida renovada que da nuevo sentido.

No obstante, me motiva reconocer que en Cristo encontramos profundidad del mensaje de la cruz y la resurrección. Dos elementos en completa tensión. El primero niega la vida; el segundo, la promueve. Jesús además de vivirlos intensamente, ya los había dejado trasparecer en su ministerio de abierta solidaridad.

Cruz y resurrección todavía resisten y existen hoy. Cientos y miles de personas viven diariamente formas diversas de crucifixión. Lamentablemente, algunas llegan a morir frente a sistemas o estructuras, gobiernos o fuerzas que niegan la dignidad. Otras, sobreviven, o simbólicamente resucitan a experiencias mortales como el abandono, intolerancia, egoísmo, etc. La capacidad de recuperarse de las cruces no es por fuerza humana, sino por encontrarla en Dios que acompaña, gime y llora, sufre en solidaridad a cada instante. La iniciativa divina compasiva es real allí donde las cruces son reales. Su iniciativa de profundo amor resucita al restablecer la dignidad y dignificar al ser su-friente.

Oración: Dios, la cruz fue y continúa siendo una invención humana. Permítenos caminar a través de ella sabiendo que vamos de tu mano aprendiendo a valorar tu presencia.

Patricia Cuyatti

 

Filipenses 3,1-11

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