A los ocho días circuncidaron al niño, y le pusieron por nombre Jesús, el mismo nombre que el ángel le había dicho a María antes que ella estuviera encinta.

Lucas 2,21

Dirigimos nuestra mirada hacia un año nuevo. Para nuestra orientación nos fue dado este evangelio tan corto y modesto que se lee siempre en las iglesias cristianas en la oportunidad de la vuelta de año. Poco llamativo, porque ¿qué hay de especial en el acto de dar un nombre a una criatura? Pasa en muchas familias varias veces. También que le den a esta criatura el nombre Jesús, no es nada especial. Jesús era un nombre como otros en aquel entonces y lo es hasta hoy en día. Es decir, empieza un año común, con 365 días muy normales, con un montón de naturalidades.

Pero si iniciamos el año en el nombre de Jesús, si su palabra es la antorcha que nos ilumina el camino, el año luego tiene este aspecto: no pasamos por alto lo insignificante, lo pequeño. Con Jesús tomamos en serio la cotidianeidad y descubrimos en muchas cosas que nos parecen totalmente normales, cuánto amor hay en ellas, no el amor ruidoso, que nos salta a la vista, sino ese amor invisible e inintencionado de parte de los padres, hermanos, vecinos y amigos. Entonces nos pasa a nosotros lo que Jesús dijo en aquel famoso capítulo 25 que leemos en el evangelio de Mateo: Cuando abrimos los ojos descubrimos el poder del nombre Jesús. Ahora tenemos 365 veces la oportunidad de pasar la vida con los ojos del viejo Simeón (2,23).

Mi pensamiento eres tú, Señor. Porque tú eres mi buen pastor, me alimentas con tu amor, y tu palabra me da vigor, seguro estoy. (Canto y Fe N° 437)

Wilhelm Arning

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