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Oyó Jesús que le habían expulsado y hallándole le dijo: ¿Crees tú en el hijo de Dios?

Juan 9,35

Desde chico me enseñaron que Holanda era un país que tiene buena parte de su territorio debajo del nivel del mar, con grandes extensiones mantenidas secas y habitables gracias a diques que contienen el agua del océano. En una oportunidad, al producirse una fisura en una de las paredes que contenían el mar, el peligro de inundación resultaba inminente. Mientras los adultos corrían de un lado a otro, desesperados, sin saber cómo remediar la catástrofe inminente, un niño pequeño introdujo un dedo en el agujero por donde estaba entrando el agua a la ciudad.

Las soluciones inteligentes nunca son mágicas y vienen de donde menos las esperamos. Jesús vino a buscar lo que estaba perdido, la escoria del mundo de los valores materiales, porque Dios le asigna valor a lo que nosotros en nuestro apuro y adoración de lo efímero, ignoramos o dejamos de lado.

Un niño pequeño salvó a la ciudad, mejor dicho les dio tiempo a los “cráneos” que repararan la “grieta” que estaba a punto de anegarlos a todos.

No hay salvadores mágicos, siempre se trata de una tarea en equipo. Hay un Salvador, el que se jugó por nosotros porque para él, todos, sí todos, somos valiosos, únicos e irremplazables.

Gracias, Señor, porque en tu inmensa bondad miras nuestra pequeñez y nos haces sentir importantes por tu amor y dedicación. Amén.

Aníbal Barengo

Juan 9,35-41

 

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