Lo que quiero de ustedes es que me amen, y no que me hagan sacrificios; que me reconozcan como Dios, y no que me ofrezcan holocaustos.

Oseas 6,6

Hay padres y madres que trabajan todo el día. Apenas se toman algún tiempo para dialogar con sus hijos y prestarles un mínimo de atención. Y muchas veces tratan de compensar esa carencia con regalos materiales.

Así también sucede en ocasiones con los hijos en relación a sus padres. Había una vez un comerciante a quien le iba muy bien en sus negocios. Con una parte de sus ingresos mantenía a su madre viuda. Le compró una linda casa y contrató a una empleada para que la cuidara. Muchas veces le enviaba flores y regalos costosos. Pero, con los años, la madre se iba poniendo cada vez más triste. Los vecinos se lo comunicaron al hijo. Éste, entonces, vino a verla y le preguntó: “¿Por qué estás triste? ¿Acaso no te doy todo lo que necesitas?” “Hijo querido –respondió la anciana—, es verdad que me das muchas cosas, pero dejaste de amarme. Me diste una casa, pero nunca vienes a pasar unas horas conmigo. Me das alimento, pero nunca vienes a comer conmigo. Me diste una empleada, pero nunca me das la oportunidad de servirte a ti. Me das todo lo que quiero, menos a ti mismo”.

Nada material, por más oneroso que sea, puede reemplazar el amor, el cariño, la amistad y el diálogo cara a cara entre padres e hijos. Y, en nuestra relación con Dios, nada puede suplir nuestro amor a él, nuestra entrega personal, nuestra dedicación y consagración completa, en cuerpo, mente y espíritu.

El apóstol San Pablo escribió a sus lectores: Hermanos míos, les ruego por la misericordia de Dios que se presenten ustedes mismos como ofrenda viva, santa y agradable a Dios. Este es el verdadero culto que deben ofrecer. (Romanos 12,1)

Bernardo Raúl Spretz

Oseas 6,1-14

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