El Señor me dijo: “¿Lo ves? ¡No le ha bastado al pueblo de Judá con hacer aquí estas cosas tan detestables, que además ha llenado el país de actos de violencia! Una y otra vez provocan mi ira, y hacen que su pestilencia me llegue a la nariz. Pero yo voy a actuar con ira. No tendré ninguna compasión de ellos. Aunque me llamen a gritos, no los escucharé”.
Ezequiel 8,17-18
La palabra tolerancia no cuadra con la religión del profeta. Él no desea que haya conversión, no desea el arrepentimiento, ni imagina que el ser humano pueda modificar su conducta. Su Dios es un Dios que no da segundas oportunidades. El Dios de Ezequiel es un anticristo, sí, aunque se disfrace del mismo Dios de Jesús por portación de nombre. No se complace en destruir a los enemigos de Israel sino en destruir a Israel mismo, al mismo pueblo que Dios ha adoptado en Egipto para liberarlo. Vengativo, ahora quiere desheredarlo y destruirlo.
Cuando hablamos de Dios siempre lo hacemos con imágenes prestadas de nuestra propia experiencia como seres humanos, y Ezequiel recurre a las peores imágenes. Es verdad que en el Éxodo Dios se enoja, pero escucha la intercesión de Moisés y Aarón. Cuando tienen hambre envía el maná; cuando tienen sed, agua sale de la roca, y así sucesivamente.
Para Ezequiel nada de esto es posible. ¡Qué terrible aquel ser humano que desee ser el brazo ejecutor de esta voluntad implacable!
Para evitar semejante tentación debemos poner nuestra mirada en la cruz de Jesús. Su ejemplo debe ser motivo de oración, su misericordia motivo de alegría y agradecimiento. Así sea.
Irene Weinzettel
Ezequiel 8,1-18