El viento sopla por donde quiere, y aunque oyes su ruido, no sabes de dónde viene ni adónde va. Así son también los que nacen del Espíritu.

Juan 3,8

Muchas personas temen al viento. Yo no. Nací en una zona de mucho viento, siempre viene de algún lado… y va hacia otro, claro. Mi mamá, a cada uno de sus hijos nos ponía en el cochecito bajo el sauce y el abedul para que miremos las hojas: cómo eran mecidas por el viento. Seguramente por eso me resulta tan relajante mirar las hojas agitadas por el viento.
El viento puede soplar con diferente intensidad: puede ser una suave brisa o un temporal destructor, y eso mismo puede ocurrir en un solo día. El viento, dentro de la naturaleza es tan necesario como el agua: limpia el aire, lo remueve, permite la polinización de algunas flores y que las semillas se desparramen por la tierra.
De la misma manera que no podemos ver el viento, sino lo que provoca, lo que mueve, y así conocemos su dirección, de esta misma manera somos llamados a ser quienes hemos nacidos del Espíritu. Así como el viento no tiene una necesidad de mostrarse sino que más bien actúa, de la misma manera nuestra misión es proclamar el evangelio con nuestra voz y sobre todo a través de nuestras acciones:

Soplo de Dios viviente por quien nacemos en el Bautismo,
soplo de Dios viviente que consagraste la creación.

¡Ven hoy a nuestras almas!, infúndenos tus dones,
soplo de Dios viviente. ¡Oh, Santo Espíritu del Señor!
(Canto y Fe Nº 75)

Estela Andersen

Juan 3,1-21

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