Dios, que conoce los corazones, los confirmó y les dio el Espíritu Santo. No hizo ninguna diferencia entre ellos y nosotros, sino que por la fe purificó sus corazones… Lo que creemos es que, por la bondad del Señor Jesús, seremos salvos lo mismo que ellos.
Hechos 15,8-10
Esta posibilidad universal nos permitió a todos nosotros ser parte del pueblo de Dios. Y con alegría. Un pueblo que camina con muchos nombres. Dios nos envía a hablar en su nombre pero nunca a poner nuestra voluntad por encima de la de él.
Bueno, desde las primeras comunidades se ha presentado este dilema, esta dificultad: ¿qué quiere Dios?, ¿cómo quiere Dios? En la respuesta podemos estar en su camino o estar lejos de él. En los evangelios Jesús se presenta claramente como el único camino a la vida. Las señales para andar también son claras: creer en él como Salvador. Ya no hacen falta los ritos como camino. Cualquier forma de expresar nuestra fe sólo nos ayuda a nosotros, pero no es lo que Dios mira en los corazones. Ayunar no me salva; si ayuno, es para que pueda encontrar el camino a dejar atrás el pecado y volver a Dios. Si me siento o me pongo de pie para orar o cantar es lo mismo, en tanto lo hago como alabanza a Dios porque quiero darle mi ofrenda comunicando mi amor y mi obediencia a él. ¿Hago penitencia? ¿Guardo el sábado o el domingo? ¿Te sirve? Amén. Es la fe en que Cristo Jesús vino, murió y resucitó por nosotros lo que nos salva. No podemos superar totalmente el pecado, y menos con formas de alabar o vivir una vida santa. El sacrificio de Jesús en la cruz llevó nuestra incapacidad de hacer algo por superar totalmente el pecado y su consecuencia, la muerte. Así creer, ser bautizado con agua y el Espíritu Santo y confirmarlo es lo que podemos hacer. Luego, sí, buscar vivir una vida santa.
Somos uno en espíritu y en el Señor y rogamos que un día sea total nuestra unión. Y que somos cristianos lo sabrán, lo sabrán, porque unidos estamos en amor. (Canto y Fe Nº 296)
Aurelia Schöller
Hechos 15,1-21