Y porque ya somos sus hijos, Dios mandó el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones; y el Espíritu clama: “¡Abbá! ¡Padre!”

Gálatas 4,6

En el tiempo de Jesús, la palabra “Abbá” era una forma cariñosa de referirse a un padre, y tal vez podríamos llegar a traducirla a nuestro español como “papi”.
Cuando era niño así llamaba a mi papá. Pero fue recién cuando me convertí en padre, y escuché por vez primera esa palabra pronunciada por mi hijo, que percibí su fuerza.
Mi hijo confía en mí, así como en su mamá. Para él está claro que siempre podrá buscar refugio en nosotros, que lo escucharemos, que nos reiremos y lloraremos a su lado, y que también le pondremos límites. Pero lo más importante, nuestro hijo se siente parte de nuestra vida como familia.
Nuestra fe y confianza en Dios nos vuelve parte de su vida, como así también de la gran familia de creyentes. Somos hijos e hijas del Dios de la vida.
Sin embargo, actitudes como el odio, los chismes, la venganza, la falta de diálogo, discriminar a quienes no piensan o son como nosotros, parecieran alejarnos y alejar a otros/as de la filiación con Dios.
Sentirnos partes “de”, implica aceptar que no estamos solos, que debemos compartir el amor de Dios, así como Él se comparte a cada uno de nosotros a través de su Hijo y de su Espíritu. De esta manera, nadie quedará huérfano/a de ese Dios que está, ríe y llora con nosotros, nos perdona, nos cobija y nos marca el camino a seguir, Aquél a quien podemos decirle: ¡Abbá! ¡Padre!

Joel A. Nagel

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