Vino entonces el rey David a sentarse delante de Yavé, y dijo: “¿Quién soy yo, oh Yavé Dios, y qué es mi casa para que hayas hecho por mí tales cosas?”

1 Crónicas 17,16 (Versión Biblia Latinoamericana)

La primera palabra que me viene a mi mente es “humildad”. La vida de David es más que interesante: hijo menor y cuidador de ovejas, joven guerrero que vence a un gigante, líder de un grupo de guerrilleros que lucha contra el rey, para finalmente ser coronado rey de Israel, que se convertirá en un símbolo histórico. David no fue un santo, el camino de su vida está manchado de sangre. Pero es, sin lugar a dudas, un gran estratega, un líder que sabe usar su inteligencia, el que hizo grande su nación.
Ahora, si lo comparo con otros personajes importantes de la historia, hay algo que me llama la atención: David nunca perdió su “humanidad”, que se manifiesta en nuestro versículo. David sabe que, a pesar de todo y más allá de sus éxitos y triunfos y de su popularidad, sigue siendo un simple ser humano, falible, no perfecto. Es consciente de eso.
El versículo es el comienzo de una oración de agradecimiento. En esa oración David reconoce la realidad tal cual es: no merece tanta bendición de parte de su Dios. No obstante, Yavé renueva la promesa que le ha hecho a sus antepasados y ratifica el pacto: David es, de ahora en adelante, el portador de la promesa de Dios.
Nada de triunfalismo, nada de grosería, nada de orgullo falso.
Tomar consciencia de mi realidad, de quién soy yo, y saber que Dios me conoce y: tener la certeza de que Dios, a pesar de todo, me bendice a mí y a los míos, tener la certeza de que Dios está conmigo, porque perdona mis manchas sucias y porque no me abandona jamás.
Es, me parece, un buen concepto de vida.

Reiner Kalmbach

1 Crónicas 17,15-27

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