Balaam le respondió: “Pues aquí estoy, ya vine a verte. Pero no tengo poder para hablar por mi cuenta; yo sólo podré decir lo que Dios me comunique”.

Números 22,38

Recuerdo que en mi infancia mi catequista me contó esta historia. Me resultaba un relato sumamente pintoresco, y me llamaba la atención aquella parte de la narración en la cual el asna hablaba con Balaam. Daba la impresión de que el animal tenía mayor sensibilidad y percepción que su dueño. Lo cierto es que Balac, Rey de Moab, hizo venir al profeta Balaam hasta su país para que maldijera a los israelitas que estaban acampando en las cercanías porque tenía miedo de que, así como los hebreos habían derrotado a los amorreos, también dominaran su país. ¿No es contradictorio esperar una maldición de parte de un profeta de Dios?

Al principio, un ángel quería impedir el viaje de Balaam, pero luego se lo permitió, con la condición de decir solamente lo que Dios le ordenara. Ese fue el compromiso que Balaam asumió, y está expresado en el versículo que encabeza esta meditación.

¿Podemos decir también nosotros, como Balaam: “No tengo poder para hablar por mi cuenta; yo sólo podré decir lo que Dios me comunique”?

¡Con cuánta facilidad hablamos, sin tener en cuenta el efecto de nuestras palabras! No siempre reflexionamos si con lo que decimos construimos o destruimos, sanamos o herimos, reconciliamos o dividimos, bendecimos o maldecimos.

Santiago nos advierte sobre la responsabilidad que pesa sobre nosotros en el uso de nuestras palabras: Con nuestra lengua, lo mismo bendecimos a nuestro Señor y Padre, que maldecimos a los hombres creados por Dios a su propia imagen. De la misma boca salen bendiciones y maldiciones. Hermanos míos, esto no debe ser así. (Santiago 3,9-10)

Que mis labios puedan dar testimonio de tu amor, y mis bienes ofrendar sepa siempre a ti, Señor. Amén. (Canto y Fe Nº 307)

Bernardo Raúl Spretz

Números 22,21-41

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