Con su cruz a cuestas, Jesús salió al llamado “Lugar de la Calavera”, que en hebreo es “Gólgota”, y allí lo crucificaron.

Juan 19,17-18

¡Tres clavos y una piedra!

Una vida cargada de cruces. Cargó el peso de los desconsuelos de aquellos que no tienen voz.

Debió también cargar la otra cruz, la que le habían asignado los que creyeron tener siempre la razón.

Allí, en el Gólgota, una vez más abrió los brazos, ya no para guiar al pueblo que lo siguió sino para recibir uno tras otro los golpes del martillo que tanto lo hirió.

Lo distinguió un letrero, que indicaba que era Jesús, el Nazareno, aquel que el pueblo unos días antes aclamó.

Una vida plena, colmada de amor, se apagó entre aquellos a quienes siempre aconsejó.

Cabezas gachas, en medio de la frustración. Pies cansados llevándolos a casa para llorar sin resignación.

Triunfo del poder de unos pocos, quienes por miedo, con mentiras y trampas armaron la causa que lo condenó. Vuelven también, por el mismo camino que los llevó, con caras satisfechas, el trabajo se cumplió.

No fueron necesarias muchas cosas para terminar con quien nunca de ellos escapó. Sólo tres clavos y una gran piedra queriendo tapar el agujero que la muerte provocó.

Pero al final de cuentas… ¿qué fue lo que prevaleció? Triunfó la vida, la que el crucificado siempre proclamó.

Clavos, vendas, tumba y piedra, todo a un lado quedó. Y Jesús en plena gloria una vez más sus brazos abrió, para seguir guiando a sus ovejas por el camino que conduce a Dios.

De aquel momento de la historia ya mucho tiempo pasó y sin embargo nadie puede apagar el fuego que Jesús encendió. Porque quema muy adentro y produce luz aún en medio de la oscuridad y el pavor. Por eso como pueblo suyo afirmamos que no fue para siempre la muerte del Señor, porque Él volvió a la vida para darnos vida por su amor.

Carlos Abel Brauer

Compartir!

Share on facebook
Facebook
Share on twitter
Twitter
Share on linkedin
LinkedIn
Share on whatsapp
WhatsApp
Share on email
Email
Share on print
Print