Ahora, hermanos, los encomiendo a Dios y al mensaje de su amor. Él tiene poder para hacerlos crecer espiritualmente y darles todo lo que ha prometido a su pueblo santo.
Hechos 20,32
El apóstol Pablo, misionero por excelencia, está próximo a seguir camino. Se sabe, nada ni nadie podrá detener su ímpetu y, mucho menos, la convicción que le guía: El Evangelio de Jesucristo. Antes de ponerse en marcha, tiene tiempo para un gesto más, gesto preciso y precioso: Encomendar a la Gracia de Dios a aquellos hombres y mujeres que, por un tiempo, le han acompañado. Lo hace en la certeza de que, en verdad, el amor de Dios tiene presencia y poder. Presencia en su cumplimentada promesa. Poder que permite crecimiento y creencia. Por esto, Pablo, deposita en manos de Dios a quienes quiere y respeta, y, sabemos, ¿en qué otras manos uno podría estar mejor? Manos que abrazan y acarician. Manos que parten y comparten. Manos extendidas y abiertas. Manos que ejemplifican en lo cotidiano el amor de Dios. Amor de Dios que, presente desde el inicio mismo de los tiempos, se contemporiza en el gesto fraternal del apóstol. Amor que debe ser predicado y testimoniado por la comunidad de fe en todo momento y en todo lugar. Así como el Dios de amor entrega y da su amor en Cristo, así también el amor manifestado y compartido entre todos y todas. Allí, en su amor, es donde Dios manifiesta todo su poder, poder para hacerlos crecer espiritualmente y darles todo lo que ha prometido. Promesas de misericordia, de presencia constante y manifiesta, de gestos visibles y acciones concretas. Presencia de un amor en la cruz visibilizado.
David Juan Cirigliano
Hechos 20,17-38