2o domingo después de Epifanía, 2o en el año
He visto al Espíritu Santo bajar del cielo como una paloma, y reposar sobre él. Yo todavía no sabía quién era; pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: “Aquel sobre quien veas que el Espíritu baja y reposa, es el que bautiza con Espíritu Santo.”
Juan 1,32-33
No cree quien ve, ve quien cree. Bajo el amparo de una injusta ponderación de las palabras de Tomás, el discípulo que no logra creer a sus compañeros que recibieron la visita de Jesús después de su muerte, se suele repetir muy livianamente: “es necesario ver para creer”. La experiencia de Juan el Bautista muestra que el camino de la fe va en una dirección distinta. Sólo es posible ver las señales de Dios, a veces muy evidentes, cuando existe una disposición de confianza y entrega a su llamado. La fe no se opone a la razón, la trasciende y la guía. No ignora nuestra mirada, pero sabe que más allá de su alcance, el misterio de Dios se extiende hasta donde nos resulta imposible pensar. La eternidad no cabe en nuestro razonamiento ni como idea, pero en la eternidad de Dios confiamos plenamente y encuentra sentido nuestra temporalidad.
Juan no había visto a Jesús, pero sabía que debía anunciar que “después de mí viene uno que es más importante que yo, porque existía antes que yo” (v. 30). Ha bautizado con agua sabiendo que lo suyo es una señal del bautismo del Espíritu que vendrá, pero que todavía no ha visto. Ha visto bajar el Espíritu Santo como una paloma sobre Jesús y ha entendido su significado porque antes supo oír la voz de Dios y en ella confió (v. 34).
La historia está llena de señales de la presencia de Dios, verlas y oírlas dependen de nuestra capacidad de reconocer su grandeza y en relación a ella nuestro lugar y propósito en el mundo.
Oscar Geymonat
Salmo 40,1-12; Isaías 49,1-7; 1 Corintios 1,1-9; Juan 1,29-42
Agenda Evangélica: Salmo 105,1-8; Éxodo 33,18-23; Juan 2,1-11; 1 Corintios 2,1-10;
(P) Jeremías 14,1(2)3-4(5-6)7-9