4° domingo después de Pentecostés, 13º en el año

¡Señor, Dios mío, mírame, respóndeme, llena mis ojos de luz!
¡Que no caiga yo en el sueño de la muerte!
¡Que no diga mi enemigo: «Lo he vencido»!
¡Que no se alegre si yo fracaso!

Yo confío en tu amor; mi corazón se alegra porque tú me salvas.
¡Cantaré al Señor por el bien que me ha hecho!

Salmo 13,4-6

Parece que esto fue escrito ayer. Describe un estado ánimo muy común en nuestros días.

El salmista describe todos sus miedos: la amargura, la muerte, ser olvidado por Dios, y ese silencio de Dios que muchos sienten y que a veces es bastante peligroso por poder convertirse en depresiones y hasta en enfermedades.

Nos preguntamos: ¿cómo surgen?, ¿cuál es la causa?

Estoy convencido de que todos esos peligros y miedos tienen su causa en la soledad y la insatisfacción.

Se puede estar entre mucha gente y estar solo, y tener infinidad de bienes, estar tapado de trabajo, pero estar insatisfecho.

Yo creo que Dios nos hizo para que haya alguien a quien él pueda querer y amar, con quien pueda hablar y planificar. Nosotros estamos hechos a su imagen y semejanza. Estamos hechos para amar a otros, hablar y vivir con ellos.

Conozco varias personas que sufren porque no logran abrir sus corazones y sus puños. Se niegan a recibir el amor de Dios de lleno en sus corazones y no abren sus manos para sembrarlo a su alrededor. Viven con la mente fija en sí mismos y sufren porque les falta el antídoto del veneno de la soledad: el amor.

Este salmo es hoy un llamado de atención para todos los que conocen y viven de ese amor que Dios les regala. Nosotros somos llamados para repartirlo. Ya que lo hemos recibido gratuitamente, sembrémoslo gratuitamente y en abundancia, para que los que nos rodean también puedan cantar: ¡Yo confío en tu amor! ¡Mi corazón se alegra porque tú me salvas!

Winfried Kaufmann

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