Después de cuarenta años, un ángel se le apareció a Moisés en el desierto del monte Sinaí, entre las llamas de una zarza que ardía. Moisés se quedó maravillado de esa visión, y se acercó para observar bien. Entonces oyó la voz del Señor, que le decía: Yo soy el Dios de tus padres…
Hechos 7,30-32
¡Cuarenta años! ¡Mucho tiempo! Período de aprendizaje para Moisés en medio de la gran cantidad de hechos que tuvo que enfrentar y atravesar.
Pero Dios siempre estuvo allí, siempre cerca. Sólo que ahora lo hace a través de algo más visible: la zarza ardiente.
Moisés se acerca para observar mejor. No bastaba con mirar. Y sólo cuando vio, le fue posible escuchar esa voz del Señor que le hablaba.
Dios se revela de las formas más misteriosas y más concretas a la vez. Él viene a nuestro encuentro para decirnos: “Aquí estoy, como estuve con tus padres, para apoyarte, para fortalecerte, para mostrarte el camino que debes seguir”.
Ese Dios nos invita a recordar nuestra propia historia. El relato de la zarza ardiente me remonta a mi niñez, cuando nuestra catequista llena de entusiasmo nos contaba la historia, y luego pintábamos llamas de fuego y las sandalias de Moisés. Esas que él necesitó sacarse porque estaba pisando un lugar sagrado.
Recordar es volver a pasar por el corazón. Deseo de corazón, que la palabra de Dios nos ayude a sensibilizarnos recordando y viendo cómo ese Dios de la historia estuvo, está y estará presente en nuestra propia historia de vida. Un Dios que busca mostrarnos un camino mejor: el camino de la liberación.
Señor, dame a conocer tus caminos; ¡Enséñame a seguir tus sendas! ¡Enséñame a caminar en tu verdad, pues tú eres mi Dios y salvador! (Salmo 5,4-5)
Carlos Abel Brauer
Hechos 7,30-43