A ti clamo, Señor: escúchame. Ten compasión de mí, ¡respóndeme!
Salmo 27,7

Hagamos una pausa. Inspiremos por nariz, exhalemos por la boca. Bajemos el ritmo. Cerremos los ojos. Confiemos y dejemos que las palabras del salmo 27 nos inunden de ánimo y seguridad. Porque, ¿quién no ha pasado por situaciones desafiantes en su vida? ¿Quién no ha necesitado a alguien que nos reconforte, nos dé una palabra de aliento, un abrazo contenedor? ¿Quién no se beneficia de un amigo o una amiga que te hace ver las cosas de otra manera y te da la fuerza necesaria para continuar tu camino cuando las cosas parecían turbulentas? Quienes han participado alguna vez de una oración meditativa al estilo de Taizé, saben que cantar un salmo, es una parte clave del momento de oración. Jesús rezaba estas antiguas oraciones de su pueblo. Desde siempre los cristianos han encontrado en ellos una fuente. Los salmos nos sitúan dentro de la gran comunión de los creyentes. Nuestras alegrías y nuestras tristezas, nuestra confianza en Dios, nuestra sed e incluso nuestras angustias encuentran una expresión en los salmos.
Entonces, dirijamos nuestro canto al Señor, depositemos en él nuestra confianza. Él nos escucha. Siempre y donde nos encontremos. No dudemos nunca de su amor y sostén.
Cristo Jesús, oh fuego que abrasa, que las tinieblas en mí no tengan voz. Cristo Jesús, disipa mis sombras. Y que en mí sólo hable tu amor. (Canto Taizé “Jésus le Christ”)

Clara Meierhold
Salmo 27,4-9

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