Feliz el hombre a quien sus culpas y pecados le han sido perdonados por completo… Mientras no te confesé mi pecado, mi cuerpo iba decayendo por mi gemir de todo el día… Pero te confesé sin reservas mi pecado y mi maldad… y tú, Señor, me perdonaste.
Salmo 32,1.3.5
El autor del salmo confiesa y reconoce que solamente confesando su pecado, poniéndolo a la luz, pudo obtener el perdón.
Hay una tendencia generalizada a creer que el ser humano es naturalmente bueno y que la sociedad que lo rodea lo lleva a aprender y cometer el mal. Sin embargo, en la Biblia leemos que todas las personas, desde Adán, somos pecadoras, pues nacemos con la inclinación a hacer lo malo.
Tantas veces, las personas, en lugar de confesar nuestro pecado, tratamos de justificarlo, y de dar explicaciones de por qué actuamos mal. O, como en el relato de Adán y Eva que encontramos en Génesis 3, les echamos las culpas a otros, que nos llevaron a hacer lo malo. Con frecuencia nos comparamos con los demás y decimos que nuestras faltas no son nada al lado de las que otros cometen, como hizo el fariseo de la parábola que encontramos en Lucas 18,9-14: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás, que son ladrones, malvados y adúlteros…” (v. 11)
Ninguna de estas actitudes hará que recibamos el perdón de Dios, sino solamente la de reconocer nuestra condición de pecadores y confesar, como el cobrador de impuestos: “¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!” (v. 13). Quien así actúa recibe el perdón de Dios y el alivio para su conciencia.
El apóstol Juan declara: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y no hay verdad en nosotros; pero si confesamos nuestros pecados, podemos confiar en que Dios, que es justo, nos perdonará nuestros pecados y nos limpiará de toda maldad.” (1 Juan 1,8-9)
Cristo, ven al corazón a morar por siempre en él, y obtenido tu perdón ¡Haz que pueda serte fiel! Amén.
Bernardo Raúl Spretz
Salmo 32,1-5