¡Bendito sea Dios!
Salmo 68,35
Mientras la bendición de Dios sobre nosotros significa que Él nos ayuda y apoya, la bendición de nosotros hacia Dios significa que lo elogiamos a Él. Pero, así como la bendición de Dios sobre nosotros no es una promesa vacía, así nuestra bendición hacía Él no debería ser un mero acto protocolar de elogiar, aprobar o darle los honores a alguien.
Piénsalo así: cuando en tu círculo de amigos alguien elogia un jugador de fútbol o todo un equipo, es porque reconoce su valor; cuando algún familiar tuyo elogia alguna playa o la vista desde una montaña o la comida de algún restaurante, es porque ha disfrutado sobremanera de ello.
Nosotros solemos elogiar a lo que le damos mucho valor o lo que nos hace deleitar. De ese modo, el elogio no solamente expresa nuestra valoración o nuestro deleite, sino efectivamente lo completa. El autor C. S. Lewis observa en sus “Reflections on the psalms” (Meditaciones sobre los salmos) que “no es por halago que los amantes se repiten lo hermosos que son; el deleite está incompleto hasta que se expresa”.
Bendecir a Dios significa entonces alabarle y elogiarle. Y eso por tres razones: primero, porque reconozco el valor y me deleito en lo que Él es, hizo, hace y hará; segundo, porque siento que a menos que exprese el deleite, este está incompleto; y tercero, porque espontáneamente invito a los que me rodean a sumarse a mi elogio: “¿No les parece maravilloso lo que Dios es, hizo, hace y hará?” De ese modo, mi bendición hacia Dios se vuelve testimonio.
“Bendice, alma mía, al Señor y no te olvides de ninguno de sus beneficios”. (Salmo 103:2)
Michael Nachtrab
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