Como una madre que cría y cuida a sus propios hijos, así también les tenemos a ustedes tanto cariño que hubiéramos deseado darles, no sólo el evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias vidas. ¡Tanto hemos llegado a quererlos!
1 Tesalonicenses 2,7-8

Muchas veces, cuando leemos un texto bíblico, en especial una carta, prestamos más atención a lo que nos dice a nosotros, nos ponemos en el lugar del destinatario de la carta. Es decir, en este caso lo usual sería que nos preguntemos a qué nos está exhortando el apóstol Pablo.
Sin embargo, otra manera de aproximarnos a este texto es tratar de ver por qué Pablo está diciendo lo que dice, cuál es la situación de fondo que puede intuirse entre líneas y que lleva a que Pablo haga esas afirmaciones. Y ahí empezamos a notar que hay lío en la comunidad de Tesalónica, que tras la partida de Pablo comenzó el run-run, que hay quienes siembran desconfianza hacia su mensaje, que ponen en duda la honestidad de las actitudes del apóstol, que lo acusan de buscar su propia gloria.
Pablo, en cambio, sólo sirve a Dios, y a través suyo, a todas las personas. Y al odio no responde con más odio, sino con amor, como lo hizo Cristo. ¿Hay mayor amor que el que siente una madre por sus hijos? Pues ese es el amor que Pablo siente por la comunidad de Tesalónica, dispuesto incluso a dar la propia vida para que les llegue la buena noticia.
Es ese amor al que todos somos llamados. El que no se engancha en las discusiones fútiles, el que no se preocupa por el qué dirán, el que acepta a todas las personas como lo que son: seres amados por Dios, que merecen una vida digna y en abundancia, un mundo de justicia y paz donde todos tengan lo que merecen y nadie tenga de más.
“Quiero cambiar la cara del mundo y darle amor más profundo, Señor, del que se acostumbra a dar”. (Canto y Fe 294)

Nicolás Rosenthal

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